1951
Los ecos finales
Despedidas musicales
Un tríptico en contrapunto
Tríptico final: tres voces, dos hemisferios
En 1951 el planeta perdió tres voces que nunca se sentaron en la misma mesa, pero que compartían un mismo idioma del desengaño. En el sur rioplatense, Enrique Santos Discépolo y Homero Manzi rasgaron la moral del siglo desde el tango; en el norte, Arnold Schönberg llevó la disonancia al corazón de la academia europea. Entre los tres dibujan una misma grieta: el arte que deja de maquillar el mundo y decide nombrarlo como es.
Entre Buenos Aires, Pompeya y Viena quizá nunca hubo conversación posible, pero sí un misterioso parentesco estético. En ambos hemisferios el arte dejó de ser puro consuelo para convertirse en conciencia. La próxima vez que una pieza te parezca “rara” o un cuadro abstracto te interrogue, recuerda esta ventana de 1951: el tango que filosofa, la atonalidad que ordena y la poesía del sur que convierte un barrio en memoria colectiva. Así habló el arte cuando decidió decir la verdad.
Discépolo: Un filósofo del tango
Tras cumplir medio siglo, Enrique Santos Discépolo nos abandonó en la víspera de Nochebuena, un veintitrés de diciembre de mil novecientos cincuenta y uno [*].
De aquella generación de letristas, pocos lograron trascender con tanta fuerza como Discépolo. Sus letras, todavía vigentes, se citan tanto en el arte como en la reflexión social. Tal vez su mayor virtud fue reconocer en el tango una filosofía escondida bajo el ritmo. Y su vigencia se entiende porque seguimos tropezando con las mismas contradicciones que él, con dolorosa lucidez, supo cantar. ¿Y por qué seguimos? Porque seguimos siendo los mismos personajes de su “Cambalache”.
Infancia y primeros pasos
Dada la estatura artística de Enrique en el Río de la Plata, vale evocar sus primeros pasos. Nació en Buenos Aires un 27 de marzo de 1901, y la vida, siempre apresurada con los genios, le quitó pronto a sus padres. Le dejó, sin embargo, a su hermano Armando, actor y guía, que lo llevó de la mano al teatro y a esa ironía que más tarde se haría filosofía. Junto a él conoció los escenarios y se impregnó del teatro, debutando como actor siendo un adolescente. En los comienzos, sus obras lo mostraron como un joven inquieto, con la mira en las contradicciones de la sociedad porteña.
Del teatro al tango
Este tránsito no fue inmediato ni libre de obstáculos. Sus primeras composiciones, “Bizcochito” (1925) y “Qué vachaché” (1926), apenas tuvieron eco. Sin embargo, la perseverancia torció el rumbo en 1928, cuando Azucena Maizani estrenó “Esta noche me emborracho” y el público descubrió a un letrista con voz inconfundible. Poco después, Tita Merello rescató el por entonces desacreditado “Qué vachaché”, y desde entonces Discépolo quedó ligado al alma del tango.
Una voz profética
Sus tangos eran más que melodías urbanas: verdaderas radiografías sociales, penetrantes e incómodas. En “Yira… yira” (1930), popularizado por Carlos Gardel, el escepticismo se volvió canto colectivo. En “Cambalache” (1934), su mirada sin anestesia sobre la confusión de valores trascendió fronteras y épocas. Prueba de su filo incómodo es que “Cambalache” fue objeto de censuras en distintas etapas de la historia argentina, lo cual no hizo sino confirmar su vigencia.
Estilo y legado
Discépolo escribía letra y música, aunque solía delegar la fijación en partitura a músicos de su confianza. Su genio residía en la unidad dramática: breves escenas que condensaban humor, desencanto y ternura. Podía pasar del grotesco a la elegía, del sarcasmo de “Chorra” al lirismo de “Uno” y “Cafetín de Buenos Aires”. Su impronta en la región es la de un maestro pintor que retrata los claroscuros del alma: cada tango suyo es un cuadro de la condición humana.
Aunque no fue prolífico, su obra conformó un universo reconocible, con un aire propio: el “estilo discepoliano”.
Amor y últimos años
Desde 1928 lo acompañó la cantante española Tania, intérprete ideal de sus tangos y compañera de vida. Ya maduro, su voz encontró otro escenario: el de la palabra pública. Desde los micrófonos de la radio defendió al peronismo con una convicción que le ganó tanto admiración como rechazo, sumando un capítulo intenso y controvertido a su historia personal.
Su partida cerró un ciclo y abrió otro. El tango perdía a su filósofo más incómodo, pero en ese mismo 1951 la música argentina recibiría a nuevos hijos, como León Gieco y Charly García, que prolongarían, cada uno a su manera, la tradición de unir melodía y pensamiento crítico.
Cuando lo esencial es invisible a los oídos
En un planeta donde cada cultura ha tallado su música como una huella digital única, lo que llega a nuestros oídos es apenas un eco. No más que un sonido tamizado por la industria, el mercado y aquellos que deciden qué es rentable en el mercado. ¿Cuántos ciudadanos del llamado primer mundo, elegidos al azar, reconocerían un tango emblemático del Río de la Plata? Y, a la inversa, ¿cuántos sudamericanos identificarían de inmediato un “standard” esencial del jazz?
La responsabilidad, claro, no recae en el oyente, del mismo modo que la culpa de la fiebre no la tiene el termómetro. Así, el "mainstream" musical no es más que el termómetro de un mercado sobrecalentado por la fiebre del consumo. Esto nos conduce, inevitablemente, a una pregunta que muchos prefieren evitar: ¿Resuena esa música en todas partes porque encarna una verdad artística profunda? ¿O es, simplemente, la que se fabrica para encender los rankings y mantener en alza las cifras del mercado? Tal vez observamos el mercurio subir sin advertir que el fuego proviene de la cocina donde se cuece la música comercial.
Nikola Tesla lo sabía bien. Mientras su corriente alterna iluminaba el mundo, su nombre fue borrado de los manuales escolares, su Torre Wardenclyffe condenada al olvido porque no generaba dividendos. Su visión era invisible a los ojos de quienes solo veían medidores y facturas. Edison brilló en la marquesina; Tesla quedó en la penumbra.
Así también ocurre en la música. Que millones de adolescentes corearan en 1969 “Oh, honey, honey, you are my candy girl” no la convierte en una obra profunda; solo en un producto exitoso. Ese mismo año, otra banda anónima cantaba: “Hay fuego en su mirada y un poco de insatisfacción…”, y apenas unos pocos la recuerdan. El contraste no es distinto al de Edison y Tesla: uno saturando el escaparate, el otro guardando tesoros invisibles.
Quizá convenga recordar que lo invisible no es inexistente. A menudo, es lo esencial que se niega a gritar para ser escuchado. Y ahí resuena “Discépolo”, recordándonos que el mundo sigue siendo un “cambalache”: donde el ruido manda, lo profundo sobrevive en silencio, esperando al oído dispuesto.
[*] Me permito la autocrítica: me he extendido con Discépolo para que no termine preso de su propia sátira. No da lo mismo un estribillo rentable que un himno que sigue interrogándonos décadas después. Si el “cambalache” tiende a igualarlo todo, nombrarlo una vez más es resistirse a esa indiferencia.
Homero Manzi: la voz poética del sur porteño
Su nombre me era familiar desde la infancia, porque a mi padre le gustaban mucho las letras que él había creado. Antes de que yo supiera quién era, ya conocía su tono, su tristeza luminosa y esa forma tan suya de convertir un rincón del sur porteño en un territorio emocional. Así entró Homero Manzi en mi vida: por las canciones que ella cantaba en la casa y por esa melancolía que solo el tango sabe sostener.
Homero Nicolás Manzione Prestera nació el 1 de noviembre de 1907 en la zona entonces rural de Añatuya, en el sudeste de Santiago del Estero (Argentina), un paraje articulado alrededor del empalme ferroviario que años después sería declarado ciudad cabecera del departamento General Taboada. Aunque se lo piensa como figura emblemática del Río de la Plata, su origen no fue porteño: ni su padre ni su madre eran de Buenos Aires, y esa mezcla de raíces provincianas y sensibilidad urbana es parte esencial de su identidad. De niño se trasladó a la capital, y allí creció en los barrios del sur, especialmente en Pompeya, paisaje sentimental que marcaría para siempre su obra.
Poeta de sensibilidad excepcional, Manzi convirtió el tango en una forma de literatura popular. Obras como
Sur
,
Malena
,
Milonga sentimental
y
Barrio de tango
muestran su capacidad para unir descripción precisa, melancolía contenida e intuición narrativa.
Uno de sus tangos más famosos, Malena (1941), nació de una ráfaga creativa singular. El músico Lucio Demare encontró la letra en el bolsillo de su saco después de una charla nocturna y compuso la música en menos de tres horas. Más allá de la inspiración fulminante, lo memorable es el silencio que siguió: su nieto reveló que Manzi nunca autorizó a revelar quién era realmente “Malena”, pese a las especulaciones sobre Nelly Omar, Malena de Toledo o Tita Merello. Ese secreto —que la familia Manzione afirma que el poeta se llevó a la tumba— añadió una dimensión mítica a su obra: el hombre que cantó al arrabal también supo guardar su musa en la penumbra.
Además de letrista, fue docente, periodista, guionista de cine y militante yrigoyenista vinculado a FORJA. Su defensa de los derechos de autor desde SADAIC y su mirada humanista lo convirtieron en una figura esencial de la cultura argentina del siglo XX. Murió en Buenos Aires el 3 de mayo de 1951, a los 43 años, dejando una obra breve pero de influencia perdurable.
Schönberg: compositor, teórico musical y pintor
Arnold Schönberg (fallecido el 13 de julio de 1951) fue un compositor austro-estadounidense cuyas innovaciones en la técnica dodecafónica y su influencia en la música del siglo XX lo convierten en una figura de alcance internacional. Tanto Discépolo como Schönberg fueron inconmensurables en sus especialidades, aunque quizá no en el sentido popular de “figuras globales” reconocibles para todos los públicos: su legado permanece como uno de los grandes cambios de paradigma del siglo pasado.
1908: el punto de inflexión
Imaginemos el mundo musical en 1908. La música clásica seguía siendo una gran novela del siglo XIX, con un lenguaje narrativo predecible y reconfortante: las obras comenzaban en un “hogar tonal”, se aventuraban por territorios inciertos y regresaban al final feliz de la resolución armónica. De pronto, un joven vienés —Arnold Schönberg— irrumpe y escribe una pieza que no vuelve a casa. Su música se detiene en mitad de la frase, en una disonancia pura, como si el protagonista abandonara la historia para siempre.
Ese momento decisivo se cristaliza en el
Segundo Cuarteto de Cuerdas, Op. 10
(1907–1908), donde las tensiones del posromanticismo se expanden hasta romper el eje tonal heredado.
La aparición de la voz humana en los movimientos finales —un gesto radical en el género—
sobre poemas de Stefan George
abre un territorio estético nuevo: la “atonalidad libre”, un espacio sin centro.
Entrückung, cuarto movimiento del Cuarteto Nº 2, Op. 10. La soprano Anna Maria Pammer y el aron quartett interpretan esta página liminar del tránsito hacia la atonalidad.
El cuarto movimiento, Entrückung
, lleva ese quiebre al límite: la voz se eleva por encima de la cuerda como si abandonara la materia,
y la música parece mirar hacia un horizonte sin retorno. La edición utilizada en esta grabación proviene de
Preiser Records, y la partitura es publicada por
Universal Edition, Viena.
Un artista múltiple
El impulso creador de Schönberg trascendió el pentagrama.
Entre 1909 y 1911, en plena conmoción de su lenguaje musical,
halló en la pintura expresionista otro espacio para su exploración interior.
Obras como
Blue Self Portrait
,
conservadas en el
Arnold Schönberg Center de Viena,
prolongan visualmente la tensión que ya agitaba su música.
Al liberar la música de la jerarquía tonal y la pintura de la representación literal,
Schönberg avanzó hacia un proyecto común: descentrar todo.
¿Pintar por números?
El artículo
Did Arnold Schoenberg Paint by Numbers?
juega con la ironía del título. Schönberg no pintaba siguiendo cifras,
pero su mente trabajaba con una lógica estructural casi matemática.
El dodecafonismo no es caos, sino un sistema de reglas: se parte de una serie de doce notas y se opera con ella
en forma directa, retrógrada, invertida o retrógrada-invertida, con transposiciones.
En términos musicales, su método recuerda a una partida de ajedrez, donde cada movimiento altera la totalidad de la posición.
Un nuevo orden
Lo que Schönberg propone no es destrucción, sino reconstrucción. Renuncia a la jerarquía tonal y adopta una trama de correspondencias entre notas. En sus cuadros también prima esa lógica interna, donde el color dialoga consigo mismo en lugar de obedecer a la realidad exterior.
Sinestesia y vanguardia
Integrado en el clima expresionista y próximo al grupo
Der Blaue Reiter
de Kandinsky,
concibió la pintura como un laboratorio sensorial.
Allí exploró la frontera donde el oído se vuelve mirada.
El arquitecto del sonido moderno
El impacto de Schönberg en la música del siglo XX fue decisivo: rompió el molde para que cupieran otros lenguajes. El serialismo, las vanguardias del jazz, ciertos desarrollos del rock progresivo y de la música electrónica encontraron un espacio de libertad en su apertura conceptual. Sostuvo una idea radical: la belleza no reside en la comodidad de lo conocido, sino en la verdad estructural y emocional de la obra.