Momentos en otras latitudes:
Anécdotas de viajes
Soweto, Phuket y el valor de lo innecesario
Parte 1: Sudáfrica: El país que apostó por lo improbable

En 1995, Sudáfrica era el centro emocional del mundo. No por una guerra, ni por una catástrofe, sino por algo inusitado. Tras décadas de opresión, desesperación y rebeliones sofocadas —como la trágica levantamiento de Soweto en 1976—, una revolución que había logrado su desenlace sin convertirse en guerra civil.
Contra todo pronóstico, el país había iniciado una nueva era sin venganza, sin un nuevo derramamiento de sangre, y con una dignidad que conmovía al mundo.
Tan solo veinte meses antes, en abril de 1994, se celebraron las primeras elecciones libres y multirraciales del país. Y aquel hombre enjuto, que había pasado veintisiete años en prisión, salió de su celda no para pedir venganza, sino con la mano extendida: Nelson Mandela fue elegido presidente.
El apartheid —esa monstruosa arquitectura de odio legalizado— había caído. El Premio Nobel de la Paz, compartido por Mandela y Frederik de Klerk en diciembre de 1993, fue solo el prólogo. La historia verdadera se escribía en las calles, en los estadios, en el alma de la gente.
En junio de 1995, los Springboks —símbolo del viejo orden— ganaron la Copa Mundial de Rugby frente a Nueva Zelanda.
Pero la imagen que quedó grabada no fue el último try, sino otra mucho más poderosa: Mandela, enfundado en la camiseta verde de un equipo que durante décadas representó al poder blanco, entregaba la copa al capitán de esa misma escuadra. Aquello no fue solo deporte: fue alquimia política.

(© Jean-Pierre Muller / AFP / Getty images).
Fue ese torrente de noticias —el fin del apartheid, el Nobel de la Paz compartido, las elecciones libres, el Mundial de Rugby ganado en casa— lo que me llevó a organizar mi viaje a Sudáfrica. Johannesburgo era, por entonces, una de las ciudades más peligrosas del planeta, y sin embargo me sentía atraído por la historia que se desplegaba ante los ojos del mundo. Internet estaba aún en pañales… y todas las noticias de ajedrez disponibles cabían en apenas veinte páginas web.
No conocía a nadie en este país en ebullición, que apenas empezaba a redibujar su identidad. Así que se me ocurrió una idea sencilla y algo ingenua: escribir por correo electrónico a algunos profesores de Matemáticas de la Universidad de Johannesburgo, con la excusa de hacerles algunas preguntas académicas… y pedir sugerencias de viaje. Cuando ya no lo esperaba, uno de ellos respondió. Y su respuesta oportuna selló mi decisión.
Así fue que, con pasaje en mano, mochila al hombro y pasaporte listo, me lancé a una aventura que no imaginaba tan conmovedora y transformadora; una de esas en las que, como suele ocurrir, lo que realmente deja marca no es lo previsto… sino la jugada que se nos escapa.
Parte 2: La prevención innecesaria de un olvido inocuo
La aventura comenzó a gestarse en Montevideo, en la primavera de 1995. Mi primer paso fue acercarme al consulado sudafricano, donde pregunté por los requisitos de ingreso para el viaje que planeaba meses después.
—"Pasaporte vigente y certificado de vacunación contra la fiebre amarilla", me dijeron.
—"¿La vacuna es obligatoria?"
—"Sí, para protegerse del virus en destino."

No hubo espacio para la duda. Me puse en campaña para averiguar dónde inoculaban en Montevideo esa exótica vacuna. Terminé en el Hospital Militar, donde aún quedaban dosis reservadas, sobre todo para los soldados uruguayos que partían a misiones de paz en África. Me inyectaron el virus atenuado, y durante tres días maldije la fiebre, los escalofríos y la absurda idea de querer viajar tan lejos.

Superada la fiebre y con el certificado en mano, retomé los preparativos con la sensación —ingenua, como tantas veces— de que ya tenía todo bajo control. Armé la maleta, organicé mis papeles, tenía el status OK de mis vuelos. Todo parecía en orden.
Pero no contaba con las trampas del último momento. Lo supe cuando el avión comenzó el descenso hacia Johannesburgo. El capitán informaba la hora, la temperatura en destino… y recordaba que, al tratarse de un vuelo procedente de Sudamérica (San Pablo–Johannesburgo), era obligatorio presentar el carné de vacunación contra la fiebre amarilla. Revisé mi riñonera varias veces. Nada. El papel amarillo no estaba.
Era un vuelo directo, pero en 1995 —cuando aún no existían las normas internacionales actuales sobre escalas— las reglas eran más flexibles. Hoy, bastarían unas horas de tránsito en un país con fiebre amarilla para que exijan el certificado, incluso a uruguayos. Pero aquel año, mientras revisaba mi riñonera durante el descenso, descubrí algo peor que la burocracia: viajaba confiado... pero desprotegido.
Me invadió el pánico. ¿Me deportarían? ¿Me meterían en cuarentena?
Apreté los dientes y caminé hacia el control migratorio. En esa larga caminata, y ya acercándome a las extensas filas de pasajeros esperando estampar sus pasaportes, me encontré con unas cinco columnas enormes cuyos carteles indicaban, según continentes o regiones, los países cuyos ciudadanos debían tener a mano el carné de vacunación contra la fiebre amarilla.
En la columnata correspondiente a Sudamérica, creo que estaban todos los países, a excepción de Uruguay y posiblemente Chile. La lista seguía un orden alfabético: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador... y finalizaba con V de Venezuela.

Lo cierto es que pensé: "¡Qué insignificantes que somos, que ni nos ponen en la columna!".
—"Passport, please" —me dijo un oficial, con voz más aburrida que hostil.
Le presenté el pasaporte, conteniendo el aliento.
¡Sello! Sin más. Ninguna pregunta. Ni una mención a la vacuna.
Confundido, pasé al hall principal del aeropuerto. Ya sin urgencia, y con más curiosidad que miedo, me acerqué nuevamente a la columnata. Me costaba aceptar que, mientras a otros les exigían el certificado, a mí me hubieran dejado pasar como si nada.
La duda no me dejaba en paz, pero tampoco podía acercarme a cualquier funcionario, no fuera cosa que me preguntaran: "¿Y su certificado? ¿Usted no lo tiene?".
Así que miré alrededor, tratando de encontrar a alguien que inspirara confianza. Fue entonces cuando la vi: una señora mayor, de uniforme discreto, rostro sereno y gesto tranquilo, como quien ha respondido cientos de preguntas sin perder la paciencia.
Me acerqué con cautela, casi en voz baja, como quien formula un secreto compartido:
—"Disculpe, ¿por qué Uruguay no figura en esa lista?"
La mujer sonrió con una ternura inesperada, como si supiera exactamente lo que me pasaba por la cabeza. Su respuesta fue simple, definitiva y casi maternal:
—"Muy simple, jovencito. Creo que Uruguay es el único país de Sudamérica que no tiene fiebre amarilla."
Me alejé en silencio. No sabía si reír o agradecer. Aquel papel que tanto me había costado no era necesario. Sudáfrica no exigía el certificado porque Uruguay no representaba un riesgo. Irónicamente, me habían vacunado para proteger a un país que no lo necesitaba… de otro que tampoco lo requería.
Ya más tranquilo, comencé mi exploración de Johannesburgo y, especialmente, de Soweto, el extenso suburbio negro que se convirtió en el corazón simbólico de la resistencia sudafricana durante el apartheid.
De todas las imágenes grabadas en mi memoria con respecto a ese viaje, una ha perdurado: Vilakazi Street, la única calle del mundo donde vivieron dos premios Nobel de la Paz.
Desmond Tutu fue galardonado en 1984 por su resistencia valiente y serena frente a la brutalidad del apartheid. Nelson Mandela lo ganó en 1993 por hacer lo que parecía imposible: reconciliar a un país destrozado.
Sus humildes casas, hoy museos, están abiertas al público como templos laicos de la memoria. Caminé por esa calle con respeto, sabiendo que allí no solo había historia.
Parte 3: Tailandia: El eco inmunológico de una vieja lección
Unos treinta años después, la escena se repetiría —aunque en otro escenario: el aeropuerto de Phuket, Tailandia.

Viajaba desde Estambul, con escala en Singapur, rumbo al Sudeste Asiático para unos días de descanso. Aquel episodio de 1995 no estaba ni mucho menos olvidado, pero llevaba años sin ocupar un lugar activo en mi memoria… hasta que el pasajero que iba justo delante de mí fue llamado por el oficial a una cabina. Al ver su pasaporte sudamericano, el agente apenas dudó: lo derivó de inmediato a Sanidad.
Instantes después, me tocó el turno a mí. Me acerqué al mismo oficial, que hojeó mi pasaporte uruguayo con idéntica expresión de sospecha:
—"Usted también debe pasar antes por Sanidad", espetó con tono firme.
—"Uruguay no tiene fiebre amarilla", respondí. "Además, vengo de estar dos semanas en Europa."
El joven funcionario dudó. Consultó a un colega experimentado, que apenas alzó la vista y asintió con un gesto adusto, como diciendo: "Eso deberías saberlo." El sello cayó con un golpe seco, seguido de un 'Ok, ok', dicho sin levantar la vista.
Guardaba en un pliegue de mi riñonera, no el viejo certificado de 1995, sino el que había renovado en 2018 al planear otro viaje a Tailandia. Preferí prevenir: mi carné de vacunación contra la fiebre amarilla seguía vigente, pero estaba gastado, ajado por el tiempo. En Montevideo, al renovarlo, descubrí —no sin cierta ironía— que el trámite costaba lo mismo que si me hubieran vacunado de nuevo. No necesitaba la dosis, solo el papel, pero la vida tiene estos pequeños guiños: pagar igual por un sello que por una inyección. Dos continentes, tres décadas... y una misma anécdota. Un papel casi inútil… pero inolvidable.
Epílogo: El valor de lo que falta
Hay países con petróleo. Otros, con diamante. Nosotros, los uruguayos, tenemos algo más modesto. Un privilegio sanitario. Un detalle epidemiológico que pasa inadvertido, pero que en ciertos momentos se transforma en pasaporte tácito.

No solo por la ausencia de virus se nos abre alguna puerta; también por esa forma uruguaya de estar en el mundo: discreta, hospitalaria, poco conflictiva y, a veces, sorprendentemente confiable.
En dos aeropuertos, en dos hemisferios distintos, fui testigo de un dato que pocos conocen y menos aún valoran: en Uruguay no existe fiebre amarilla.
El "no hay mal que por bien no venga" vino por otro lado. Porque si bien Sudáfrica no lo requería, hay otros destinos donde basta una escala en un país con riesgo para que te pidan el certificado. Y ahí, tenerlo —aunque lo hubiera olvidado en su momento— terminó siendo una bendición retroactiva. Así que, al final del día, no estuvo tan mal haberme vacunado después de todo.
Y además, años más tarde, la lección tomó otro giro inesperado: la Organización Mundial de la Salud actualizó sus directivas y estableció que la vacunación confería inmunidad de por vida.
En los años 90, ese mismo certificado tenía fecha de vencimiento —diez años, según el papel—, pero el tiempo se encargó de extender su valor, como también lo hace con algunos recuerdos que, lejos de caducar, se vuelven más nítidos.
Así que sí, el certificado fue, en parte, inútil… pero también fue maestro. Me enseñó que hay papeles que uno lleva por miedo y termina entendiendo por gratitud. Y me recordó que incluso lo que olvidamos puede protegernos.
Hay países que se reinventan desde la tragedia. Sudáfrica lo hizo. Hay países que brillan con su turismo. Tailandia lo logra. Y hay países pequeños, discretos, que sorprenden por lo que no tienen.
Aquel día, en Phuket, comprendí algo más: que a veces el papel es lo de menos… y que lo verdaderamente inútil —si lo dejamos crecer— puede ser el miedo.