1950
Los primeros latidos
Futuros músicos
Doce bebés en compás, en 1950
Nacer en aquel año bisagra también fue abrir los ojos a un mundo que salía de la guerra y aprendía a cantar de nuevo. La tecnología y la industria cambiaban el paisaje sonoro: el LP de 33⅓ rpm ganaba terreno, la guitarra eléctrica de cuerpo sólido se volvía símbolo de modernidad —con hitos como la Fender Telecaster—, y la radio y la televisión empezaban a dictar ritmos de consumo y de fama. En ese cruce de técnica y sensibilidad crecieron nuestros doce: con oído fino para un tiempo que pedía melodía, riesgo y oficio.
Elegí doce de los más destacados; podrían ser muchos más. El número doce los convoca: como los doce semitonos que abarcan todo el espectro, como un ciclo completo que vuelve al inicio y lo transforma. Estos doce, en particular, hicieron de la canción su tablero: ahí donde la armonía y el pulso negocian con la palabra, donde la emoción se afina en estudio y se demuestra en escena. Si el rock —y sus afluentes— fue su campo de batalla, el trofeo no fue una corona sino algo más perdurable: esas piezas que, al sonar, nos devuelven intacta una época.
1. Stevie Wonder: el oído como faro
1.1 Primeros latidos (1950–1960)
13 de mayo de 1950. Europa vibraba con la primera carrera de Fórmula 1 en Silverstone. Asia contenía la respiración ante la guerra de Corea. Y en Saginaw, Michigan, nacía un niño prematuro llamado Steveland Morris. Una complicación en la incubadora le quitó la vista, pero no la música: desde la cuna escuchaba la vida con otros ojos.
Al comenzar la década, en el norte, Estados Unidos alumbraba a voces tan distintas como la de Ann Wilson y la de Stevie Wonder, mientras que en el sur, la Argentina daba la bienvenida a Luis Alberto Spinetta, futuro referente del rock en español. Al otro lado del Atlántico, Europa, aún marcada por la posguerra, vería crecer a quienes harían pesar su voz o liderazgo en bandas emblemáticas como ABBA, Genesis, Smokie o Supertramp.
Naturalmente, con estas menciones no agotamos todas las posibilidades, pero sí son nombres que cualquier lector versado en música reconocería fácilmente, y que permiten entrever cómo, incluso en esta apertura de década, el porvenir musical comenzaría a delinearse. Entre ellos, iniciemos nuestro periplo por destacar la historia de Stevie.
Su infancia fue dura. A los cinco años sus padres se separaron y su madre cargó con seis hijos rumbo a Detroit. Entre pobreza y rezos, el pequeño Stevie descubrió la primera escuela: el coro de la iglesia. Pronto sumó bandas callejeras, imitaciones de R&B y, gracias a una organización benéfica, una batería que abriría la puerta a otros instrumentos.
Con once años audicionó para Motown. Deslumbró. Nacía “Little Stevie Wonder”.
1.2 Bautismo de fuego (los años 60)
En 1963, con trece años, alcanzó el número uno con Fingertips, un éxito en vivo que lo convirtió en fenómeno nacional. El álbum The 12 Year Old Genius lo confirmó: un adolescente que apenas alcanzaba el micrófono ya movía multitudes.
Su voz cambió, pero no su fuerza. Bajo la producción de Clarence Paul entregó canciones que definieron una era: Uptight, For Once in My Life, My Cherie Amour. Ya no era “Little”: había encontrado su voz propia.
Los sesenta fueron su aprendizaje acelerado: giras, estudios improvisados en autobuses y una fama temprana. Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar.
1.3 La revolución (los años 70)
Los años setenta confirmaron a Stevie Wonder como poco menos que un genio. Al comenzar la década, se casó con Syreeta Wright, una unión breve en lo personal, pero fértil en lo musical. Ese mismo año se plantó frente a Motown y exigió el control total de su obra. Lo consiguió, y desde entonces fue dueño absoluto de su sonido.
Detrás de la anécdota quedaba un estallido de imaginación que pocos artistas podían igualar.
En 1972 publicó Talking Book
,
impulsado por el pulso cortante de Superstition
.
Su origen, sin embargo, se remonta a una chispa inesperada con Jeff Beck.
A comienzos de los setenta, el talentoso guitarrista británico buscaba un nuevo rumbo tras la disolución de The Jeff Beck Group.
Admirador de Stevie Wonder, aceptó con entusiasmo sumarse a las sesiones de Talking Book
.
El acuerdo era sencillo: aportaría su guitarra al disco de Stevie, y a cambio Wonder le daría una canción para su nuevo trío, Beck, Bogert & Appice.
Una tarde marcó un ritmo en la batería; Wonder le pidió que no se detuviera, y de ese pulso nació casi de inmediato Superstition.
Aunque el trío grabó primero su propia versión, Motown percibió el potencial de un éxito enorme y lanzó la de Wonder como sencillo principal en octubre de 1972.
Stevie había propuesto You Are the Sunshine of My Life
como primer single, pero la discográfica fue tajante: “No, no, no, no, el primero tiene que ser Superstition”.
Para suavizar la desilusión, Wonder le entregó otra composición: Cause We’ve Ended as Lovers
, que con el tiempo se convertiría en una de las interpretaciones más recordadas del guitarrista.
El éxito de Talking Book abrió el camino a una declaración aún más audaz.
Al año siguiente llegó
Innervisions
, un álbum que miraba hacia afuera y capturó con asombrosa claridad el malestar racial y político de los Estados Unidos.
En 1973 sufrió un accidente de tráfico que lo dejó en coma. Un amigo se inclinó sobre él y le cantó Higher Ground
al oído; esa melodía lo alcanzó y lo trajo de regreso. Desde entonces, su misión parecía más clara que nunca.
Los premios llegaron en cascada: en apenas cinco años acumuló más de diez Grammys y, de forma inédita,
conquistó tres veces el galardón a Álbum del Año (1974, 1975 y 1977), un triplete en cuatro ediciones
que ningún otro artista ha logrado. Cada disco se erigía como un manifiesto artístico.
Incluso cuando se aventuró con la experimental
Journey Through the Secret Life of Plants
(1979),
dejó claro que prefería explorar antes que repetirse.
1.4 El patrimonio del planeta (los años 80)
Los setenta lo hicieron innovador; los ochenta lo convirtieron en fenómeno global.
Hotter Than July
(1980) llevó reggae y militancia política:
impulsó la campaña que convirtió el
día de Martin Luther King Jr.
en festivo nacional.
En 1984, I Just Called to Say I Love You
ganó un Óscar y se instaló en la memoria universal. Y seamos francos: si alguien vivió aquella época y no la recuerda, tiene un serio problema de memoria…
o pasó esos años en algún bucólico rincón apartado de la civilización.
Luego llegaron colaboraciones históricas:
Ebony and Ivory
con Paul McCartney (1982) y
That’s What Friends Are For
(1985),
himnos solidarios que sonaban en todo el mundo.
Más tarde vinieron recopilaciones (Original Musiquarium I, 1982) y nuevas apuestas electrónicas como Part-Time Lover (1985), un tema que llevó a Stevie a un récord histórico: número uno simultáneo en cuatro listas de Billboard. Una demostración de que su genio podía brillar tanto en el pop, como en el soul, la pista de baile o el terreno adulto contemporáneo.
La década culminó con su ingreso al Salón de la Fama del Rock and Roll (1989). Stevie ya era patrimonio colectivo.
1.5 Maestro respetado (los años 90)
En los noventa bajó el ritmo, pero no la relevancia. Puso música a Jungle Fever (1991) de Spike Lee y lanzó Conversation Peace (1995), con la balada For Your Love, que le devolvió premios Grammy aunque sin arrasar en ventas.
Se multiplicaron colaboraciones: cantó con Luciano Pavarotti, grabó junto al grupo 98 Degrees la canción “True to Your Heart” para los créditos de Mulan, y recorrió el mundo con la gira Natural Wonder, acompañado por orquesta sinfónica.
Motown reforzó su legado con antologías como At the Close of a Century. Stevie ya era menos el innovador explosivo y más el maestro venerado, activo en causas humanitarias y conectado espiritualmente con Ghana.
1.6 Tiempo de testamento (2000–2010)
Con la llegada del nuevo milenio, la vida de Stevie estuvo marcada por pérdidas dolorosas: Syreeta Wright, su primera esposa y cómplice musical en joyas como Signed, Sealed, Delivered I’m Yours; su hermano Larry, y colegas entrañables como Ray Charles. Cada ausencia se transformó en memoria y tributo. En 2005 publicó A Time to Love, con colaboraciones de Alicia Keys y Prince, un álbum íntimo que sonó a legado.
La Biblioteca del Congreso reconoció el LP Songs in the Key of Life como obra histórica. En 2009, Stevie Wonder recibió el Gershwin Prize y poco después la ONU lo nombró Mensajero de la Paz. Ya no era solo un músico: era una voz moral.
1.7 Resistencia y esperanza (2010–hoy)
En la última década, sus apariciones fueron celebraciones. Fue distinguido con el Icono Billboard y otros premios honoríficos. Su vida personal también cambió: nuevos matrimonios, más hijos, siempre con la familia como refugio.
En 2019 confesó necesitar un trasplante de riñón. Lo dijo sin dramatismo, y volvió renovado tras la operación.
La pandemia de 2020 lo mantuvo lejos de escenarios, pero no en silencio: lanzó dos canciones bajo su propio sello, So What the Fuss Music, reafirmando su independencia. En 2021 presentó material inédito en el Global Citizen Live.
Rumores persisten: Through the Eyes of Wonder, un álbum sobre cómo percibe el mundo alguien que nunca lo vio, y The Gospel Inspired by Lula, homenaje a su madre. Aún sin fecha, mantienen la expectación viva.
1.8 Epílogo
Hoy, con más de setenta años, Stevie Wonder no canta para llenar radios. Cada canción es un gesto político, espiritual o íntimo. No se lo recuerda solo por decenas de Grammys ni por millones de discos vendidos, sino por haber hecho del oído un faro y del sonido una forma de iluminar.
2. Peter Gabriel y los cimientos de Genesis
A comienzos de la segunda mitad del siglo XX nació la voz que daría a Genesis su pulso teatral y visionario. Según el calendario chino, Peter Gabriel (13 de febrero de 1950) pertenece al Búfalo de Tierra: paciencia, esfuerzo y mirada férrea.
Junto a él nacieron en 1950 dos columnas silenciosas del grupo: Tony Banks (27 de marzo) y Mike Rutherford (2 de octubre). Con órgano Hammond, Mellotron y sintetizadores, Banks levantó atmósferas como catedrales; Rutherford dio cimiento con bajo y guitarras de trazo firme.
Gabriel convirtió canciones en mundos (mitos, sueños y crítica social) en Supper’s Ready y, sobre todo, en The Lamb Lies Down on Broadway (1974), la odisea de Rael. Su voluntad estética tensó a Genesis como laboratorio artístico de los setenta.
En escena llevó la imaginación al límite: disfraces, personajes, teatralidad. La música no era solo sonido: era experiencia.
Continuará en 1951: la llegada de Phil Collins y el viraje hacia un sonido masivo.
3. Spinetta: poeta antes que músico
Buenos Aires, 23 de enero de 1950. Mientras Europa reconstruía sus teatros y el mundo afinaba el oído tras la tormenta, en Argentina crecía un niño de mirada curiosa y escucha voraz. Se llamaba Luis Alberto Spinetta. Con el tiempo haría de la canción un territorio de metáforas, armonías insólitas y guitarras que piensan.
A los diecinueve años, El Flaco, como cariñosamente se lo conocía, esculpió una cascada de metáforas insólitas y visionarias: «Muchacha (ojos de papel)». Más que una canción, era una carta musical a una novia. Una balada sencilla transformada en poema de amor eterno. Juventud con hondura de sabio. Así sorprendió a los hispanohablantes: quienes vivieron la época recuerdan la letra como si fuera un himno íntimo.
No se detuvo nunca. Fue un creador de mundos sonoros: Almendra, la piedra fundacional del rock argentino con alma poética; luego la furia lírica y eléctrica de Pescado Rabioso; después la sofisticación onírica de Invisible; más tarde, los colores jazzísticos de Spinetta Jade. Cada banda fue una constelación distinta en su firmamento.
Su voz, un susurro que podía acariciar el oído o rasgar el alma. Sus letras, paisajes interiores poblados de ángeles, mariposas, mares simbólicos y búsquedas espirituales. El rock en español halló en él a su gran poeta: un lenguaje nuevo, propio, nacido del asombro y la introspección.
Vivió para la música, respiró arte. Dejó canciones que son semillas y que germinan en cada nueva generación. Su obra es una corriente que sigue fluyendo, nutriendo, inspirando.
Partió físicamente el 8 de febrero de 2012. Pero su esencia no se apagó: hoy, cuando una guitarra llora con poesía o una voz canta al misterio del alma, allí sigue Spinetta. Su voz es la primera piedra, el susurro fundacional, el eco eterno del rock en español.
Spinetta y la delicadeza inaugural de Muchacha (1969)
Si hubiera que elegir un año glorioso para la música, 1969 sería un firme candidato. Fue un caleidoscopio de canciones y estilos, con joyas imperecederas. Entre ellas, la escultura musical de Spinetta: una gema quizás poco conocida fuera de Iberoamérica, pero central en su historia musical.
No solo es el primer tema del primer disco de Almendra, sino que se convirtió en un himno fundacional del rock argentino, considerada por muchos críticos como la segunda canción más influyente del género.
En ella, Spinetta desata una lluvia de metáforas encantadas:
ojos de papel
, piel de rayón
, corazón de tiza
, pechos de miel
, te robaré un color
.
Imágenes que flotan entre ternura irresistible y erotismo delicado, aún frescas y punzantes décadas después.
Su fuerza está en lo frágil, en lo que puede desvanecerse en un soplo, y al mismo tiempo abre ventanas hacia lo onírico y lo surreal.
Casi veinte años después, el propio Spinetta escribió un texto introspectivo titulado «Muchacha ojos de papel: desintegración abstracta de la defoliación» , donde volvió a mirar esas imágenes con un aire filosófico y arquitectónico. Reflexionó sobre los códigos del deseo que surgieron con ingenuidad juvenil, pero que en la madurez revelan toda su complejidad.
Esa capacidad de conjurar lo humano y lo fantástico en un solo gesto poético es lo que hace de «Muchacha» un milagro temprano, breve pero eterno.
Esta obra es sensual y disruptiva para su época, de una delicadeza poética que la vuelve atemporal.
Muchacha, ojos de papel, no corras más, quédate hasta el alba…
Desnúdate que no hay tiempo…
— Muchacha, ojos de papel (1969)
Con el diario del lunes, la canción también puede leerse bajo otra luz: late en ella un pulso posesivo, imperativo, que hoy se percibe con mayor nitidez; incluso un sesgo machista según los estándares contemporáneos. No obstante, resulta tenue si se lo compara con la retórica de tantos tangos sobre “percantas”. Y allí reside parte de su interés: en esa convivencia entre la metáfora amorosa y un ruego que, mirado con lupa, roza la imposición. Cada lector, y cada oyente, sabrá decidir desde dónde escucharla.
Sin embargo, conviene no confundir dulce de leche con aserrín. Todavía hay quien distingue el original de la copia, y hasta la caricatura de la copia, del mismo modo que no se disfruta igual un Baileys en una copa de cristal de Bohemia que en un envase tosco de plástico. La originalidad de Spinetta reside en haber convertido el rock en poesía sin renunciar a la intimidad.
Del cristal a la practicidad del plástico: Karol G y Feid
Medio siglo después, las letras populares hablan otro idioma. Allí donde Spinetta construía una sensualidad sugerente y metafórica, Karol G y Feid, ambos colombianos, de Medellín, lanzaron en junio de 2025 Verano rosa, con un registro radicalmente distinto.
Estoy a ley de una señal, márcame al celular…
— Verano rosa (Karol G & Feid, 2025)
Nota de lectura: aquí se cita solamente la estrofa inicial; en las siguientes, la temperatura sube hasta un punto que podría incomodar a ciertos lectores. Aunque la melodía no se pueda tararear como la de Muchacha, posee un pulso rítmico innegable y, por tanto, es bailable. En ese trance, quien la escucha en movimiento frenético bien podría no reparar en el mensaje explícito que se despliega a lo largo de la canción, en especial si no domina el español.
Conviene disipar malentendidos: cuando Karol G y Feid cantan
Que tú me corres a otro nivel, baby, responde, no seas cruel
,
no están aludiendo a
Ben Johnson;
y cuando invitan a
Volvamos la casa como un motel, así que alista las Duracell
, no están proponiendo ver una final de la
Champions League
en 85 pulgadas con el control remoto descargado.
El humor, la picardía y la sexualidad atraviesan la letra en modo explícito y sin filtros.
¿Copia, caricatura o simplemente otro lenguaje del deseo? Tal vez la metáfora de la copa sirva otra vez: lo delicado de cristal y lo práctico de plástico no buscan lo mismo ni producen la misma experiencia. Spinetta fue original porque inventó un modo de cantar la intimidad en su tiempo; Karol G y Feid lo son porque traducen esa experiencia a la clave urbana, globalizada y juvenil del suyo. Que cada lector juzgue si la intensidad se transformó en inmediatez, si la poesía se volvió explícita o si, en definitiva, son dos recipientes distintos para la misma sed.
Y si alguien realmente cree que hay poesía en Verano rosa, o metáforas de verdad, quizá no le vendría mal un baño tibio en la discografía de Sabina.
Por cierto, si alguien quiere contrastar directamente las dos obras, puede escuchar tanto la delicadeza de «Muchacha (ojos de papel)» como la inmediatez de «Verano rosa». Paradójicamente, nuestra lectura crítica quizá no haga más que aumentar el número de visitas de la canción más reciente.
4. Agnetha: una trayectoria autónoma
ABBA, ese fenómeno que marcó una era y que merece capítulo aparte, no fue el punto de partida ni tampoco el final del viaje artístico de Agnetha Fältskog. Su historia había comenzado mucho antes, en la soledad de una habitación adolescente en Suecia, componiendo canciones propias. Y continuaría, con la misma voluntad, mucho después de que el cuarteto abandonara los escenarios. Aquí no me detendré en elogiar a ABBA: tendremos toda la década del setenta para hacerlo.
Antes de ABBA: el ascenso de una joven estrella
El despegue fue temprano y personal. Con apenas diecisiete años, en 1967, su composición Jag var så kär (“Yo estaba tan enamorada”) alcanzó el número uno en su país. No fue un relámpago fugaz. Fue el inicio de una carrera sólida como cantautora de referencia en el panorama sueco. Encadenó éxitos en su idioma, presencia constante en radio y televisión, y un público fiel que la seguía dentro de la tradición schlager y el pop escandinavo. Para 1971, su nombre trascendía las listas musicales: su boda con Björn Ulvaeus fue bautizada por la prensa como “la boda del año”. Un indicador elocuente de su notoriedad previa al huracán global que se avecinaba.
Sugerencia: cuando veas el video, selecciona la máxima resolución disponible y escúchalo en buena calidad de audio, auriculares o un equipo adecuado, para apreciar plenamente la dulzura de su voz.
Inconfundible voz de ABBA
No hay que olvidar que Agnetha se unió a ABBA como alguien que ya había trazado su camino. Tenía una identidad clara y un bagaje sólido. En el torbellino del cuarteto su voz se unió a la corriente, pero sin disolverse en ella. Y cuando la aventura terminó en 1982, no fue un cierre definitivo: era simplemente el inicio de un rumbo distinto.
Después de ABBA: un camino propio
Agnetha retomó entonces las riendas de su carrera con determinación. Los años ochenta fueron testigo de su reinvención internacional. Wrap Your Arms Around Me (1983) y Eyes of a Woman (1985) demostraron su vigencia con éxitos rotundos en Europa.
Si lo ves desde tu teléfono, disfrútalo mejor en formato apaisado (horizontal) y con auriculares.
Incluso se animó al cine con la película Raskenstam. Tras I Stand Alone (1987), optó por un silencio largo, casi dos décadas. Un retiro consciente, lejos de los focos.
Su regreso no fue nostalgia. Fue reafirmación. El álbum My Colouring Book (2004), un homenaje a canciones clásicas, confirmó su exquisito oficio interpretativo. En 2013 sorprendió con A, un trabajo de pop contemporáneo con material nuevo que resultó un éxito clamoroso. Y en 2023, con A+, ofreció la prueba definitiva: su voz conserva el brillo. Su criterio artístico mantiene la personalidad inquebrantable de quien siempre supo quién era.
Esa es, en el fondo, la historia esencial. Una artista que debutó siendo muy joven con material propio, vivió la intensidad del fenómeno grupal sin fundirse en él, y eligió cuándo volver. Siempre a su ritmo. Siempre siendo, simplemente, Agnetha Fältskog.
5. Karen Carpenter: la voz más dulce de los '70
En marzo de 1950, en New Haven, nació una voz que el mundo no ha podido olvidar: la de Karen Carpenter.
Escucharla era un regalo íntimo. Su timbre no se imponía con estridencias; era grave, aterciopelado, como la luz suave de una lámpara en medio de la penumbra. Tenía la calidez de algo que no se aprende, un don que parecía brotar de lo más profundo de su ser.
Su voz no era solo técnica impecable —aunque la tenía, con afinación cristalina y un vibrato lento y controlado—, sino también una experiencia sensorial. Había en ella una mezcla única de consuelo y melancolía. Cada frase estaba pensada, cada respiración colocada en el lugar exacto, y sin embargo sonaba natural, cercana, como si estuviera confiándote un secreto solo a ti.
Junto a su hermano Richard formó The Carpenters, y sus melodías convirtieron los años setenta en un refugio sonoro: Close to You, We’ve Only Just Begun, Rainy Days and Mondays, Yesterday Once More. Eran más que canciones; eran promesas de amor, bálsamos para días grises, pequeñas cápsulas de nostalgia que aún hoy detienen el tiempo.
La fuerza de Karen no venía de la potencia, sino de la contención. Sabía usar los matices, el messa_di_voce, esa media voz que envolvía como una manta cálida. No golpeaba al oyente; lo abrazaba. Y bajo la dulzura siempre se percibía una sombra de tristeza, una melancolía íntima que hacía sus interpretaciones inolvidables.
Versión de Carpenters del éxito de 1967 de Herman’s Hermits, escrita por Les Reed y Geoff Stephens. Incluida en el álbum A Kind of Hush (1976), destaca la calidez vocal de Karen Carpenter y el arreglo pulido de Richard Carpenter.
Su vida fue corta y dramática, marcada por una fragilidad que contrasta con la seguridad que transmitía al cantar. Pero cuando suena una de sus canciones, todo se suspende: vuelve su voz, limpia, honesta, profundamente humana. Es como una tarde de domingo lluviosa: acogedora y nostálgica al mismo tiempo, con la belleza de lo que sabemos que no dura para siempre.
Esa es la razón por la que, décadas después, Karen Carpenter sigue acompañándonos. Su grandeza no estaba en el adorno, sino en su sencillez honesta y en esa capacidad de hablarle directo al alma del oyente.
6. Roger Hodgson: el orfebre melódico de Supertramp
Hay bandas que encuentran su sonido en el choque elegante de dos personalidades fuertes. Supertramp es una de ellas. Rick Davies aportó arraigo rítmico y un sentido armónico de raíz blusera y jazzística; Roger Hodgson añadió melodías impecables, sensibilidad pop y esa voz aguda inconfundible. De ese equilibrio nació un catálogo que resiste el tiempo. Para varias generaciones, sigue siendo una voz que se reconoce al instante.
La denominación de los pioneros del art-rock Supertramp tiene un origen decididamente literario, nacido en un período de reinvención. Al principio se presentaban bajo el poco atractivo nombre de Daddy, pero el grupo naciente pronto advirtió la necesidad de un cambio para evitar confusiones con otra banda.
Fue el guitarrista y letrista Richard Palmer quien tuvo la idea de llamar al grupo Supertramp. La chispa surgió de un libro que admiraba: las memorias de 1908 del poeta galés William Henry Davies, Autobiography of a Super-Tramp
, también muy apreciadas por el tecladista Rick Davies. Sus páginas hablaban de libertad, de viajes inquietos y de vidas en los márgenes de la convención. Esos mismos temas resonaban en el espíritu inicial de la banda, todavía en busca de un rumbo pero reacia a dejarse atar.
El nombre quedó. Tenía un tono juguetón, que no evocaba a un vagabundo cualquiera sino a un viajero curtido en la ruta, endurecido por la experiencia pero animado por la imaginación. En una sola expresión parecía condensar el espíritu de aventura que más tarde daría forma a su sonido.
Tras dos discos iniciales que pasaron casi de largo, la brújula se afinó con Crime of the Century
(1974)
y, sobre todo, con Breakfast in America
(1979).
Con el tiempo, Supertramp dejó atrás la expansión progresiva y afinó un pop de detalle fino. Pulso claro, arreglos que encajan. Y ahí vuelve Hodgson una y otra vez: “Dreamer” y “School” con su nervio, “Give a Little Bit” con la doce cuerdas abierta, “The Logical Song” y “Take the Long Way Home” con ese silbido de memoria, “It’s Raining Again” como cierre natural, y “Fool’s Overture”. Un ramillete que explica, por sí mismo, la fidelidad del público.
El punto alto fue Breakfast in America:
canciones que pegan a la primera y vuelven cuando uno menos lo espera. Así de simple, así de eficaz.
Breakfast in America. Supertramp ofreció cuatro conciertos consecutivos en el recinto —29–30 de noviembre y 1–2 de diciembre de 1979— que fueron filmados y grabados; de esas noches surgió el álbum en directo
Paris(1980), con la mayor parte del material procedente del 29 de noviembre, y décadas después la edición ampliada
Live in Paris ’79.
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The Logical Song
fue distinguida en 1980 con el
Premio Ivor Novello a mejor canción, en música y letra,
un reconocimiento de compositores a compositores que confirmó lo que el oído ya sabía: detrás de la voz aguda había un letrista de hondura.
En 1983, Hodgson decidió cerrar etapa: priorizar a su familia, grabar en solitario y dejar que Davies continuara con el nombre Supertramp.
La banda siguió con Brother Where You Bound
(1985) y
Free as a Bird
(1987),
entró en hiato en 1988 y se reagrupó en 1996, sin recomponer la sociedad original.
El arranque solista fue prometedor: In the Eye of the Storm
(1984) mostró rango, producción cuidada y certificaciones que avalaron el envión (platino en Canadá).
Hai Hai
(1987) no lo dejó del todo conforme y, para colmo, un accidente en casa le fracturó ambas muñecas y lo apartó del piano durante un buen tiempo.
Volvió de a poco: Rites of Passage
(1997) lo devolvió al vivo y
Open the Door
(2000), grabado en Francia con un inequívoco aire bretón, dejó quizá su disco de estudio más inspirado de la madurez.
Mientras tanto, la ASCAP lo reconoció en 2006 y 2008 por la perduración en radios de “Give a Little Bit” y “Take the Long Way Home”.
Si lo ves desde tu teléfono, disfrútalo mejor en formato apaisado (horizontal) y con auriculares.
Ya en el siglo XXI, Hodgson recordó su pasado sin vivir de él. Estuvo en el Concert for Diana (Wembley, 2007), mencionado en su biografía en español, con un medley que emocionó a más de uno; participó en Night of the Proms (2017) y celebró en 2018/19 los 40 años de Breakfast in America con una gira que demostró que las canciones siguen respirando en presente. No hay alquimia secreta: timbre inconfundible, melodías cantables y letras que, sin grandilocuencia, se permiten la pregunta filosófica.
La etiqueta de “colíder exquisito” se justifica por dos motivos: primero, porque sus canciones jamás sonaron a relleno; fueron vértebras de la identidad de Supertramp. Segundo, porque su perfeccionismo de estudio, a veces criticado por “pulido”, se traducía en directos de altísimo nivel donde la emoción no quedaba sepultada por la ingeniería del sonido. A los 75, Hodgson mantiene una virtud rara: su obra envejece sin arrugar. Cada vez que suenan los primeros compases de “The Logical Song” o entra la doce cuerdas de “Give a Little Bit”, uno entiende por qué: había oficio y había alma; técnica y asombro. Y esa combinación, en el pop, es la que perdura.
7. Ann Wilson: voz y potencia
De la calma nórdica de Agnetha saltamos al sol californiano: en ese mismo año de 1950 nacía quien encarnaría la fuerza contundente del hard rock. Ann Wilson, una niña de San Diego que, junto a su hermana Nancy, se adueñaría de un territorio vedado para las mujeres: el hard rock. Al frente de Heart, irrumpió en un universo dominado por hombres para demostrar, con un timbre amplio y lleno de matices, que la energía femenina no solo podía latir en él, sino convertirse en su corazón mismo.
Su voz, cercana a lo operístico, dio a la banda un sello muy particular en los años setenta. La mezcla de fuerza, dramatismo y calidez hizo que el público la recordara en cada concierto. Con Heart, Wilson no solo llenó salas y estadios: también dejó una huella que inspiró a muchas cantantes que vinieron después.
Fue un momento épico: las hermanas Wilson, figuras esenciales del hard rock, devolvían con reverencia y poder a Zeppelin lo que su música les había legado. La emoción de Robert Plant, Jimmy Page y John Paul Jones, presentes en el palco, era palpable: lágrimas, sonrisas y una ovación de pie que coronó lo que muchos consideran el tributo más conmovedor jamás ofrecido a la banda.
Sugerencia: al reproducir el video, configura la calidad en la máxima resolución disponible y disfrútalo en un buen equipo de audio o con auriculares para sentir toda la fuerza de esta interpretación histórica.
Si Ann Wilson encarna la potencia y el mármol del hard rock (1950), la siguiente sección gira el dial hacia otra manera de custodiar el rock: la economía y la carretera de una gran artista de 1950.
8. Tom Petty: La carretera, la verdad y la resistencia
Nacido el , integra esta serie por fecha y por mérito.
Tom Petty no fue para muchos de nosotros una revelación repentina, sino algo que creció poco a poco. Mi oído, entrenado en las formas complejas del rock progresivo británico de fines de los sesenta, escuchaba en sus éxitos radiales — American Girl, Refugee — nada más que canciones agradables para cantar.
No fue hasta finales de los años ochenta que empecé a apreciarlo de verdad. En esa voz sencilla reconocí ecos de un Dylan maduro. Ya no el poeta de líneas interminables, sino un hombre que hablaba con una verdad más clara y directa. Era como apartar lo superfluo hasta encontrar el corazón sólido que siempre estuvo allí. Lo que nunca cambió fue su honestidad, teñida además de algo del espíritu de Springsteen, inconfundiblemente estadounidense y que daba a sus canciones un peso perdurable.
Ese fue el momento en que todo encajó para mí. No estaba simplemente tocando rock and roll; estaba cuidando su sentido.
Buscaba su propio terreno, en algún punto entre el gran rock clásico y las canciones más íntimas con matices folk. Con The Heartbreakers no perseguía modas, estaba forjando un sonido que se sentía atemporal y cercano al mismo tiempo, como una chaqueta que ya formaba parte de tu vida.
¿Y esa voz? Era la misma que había ignorado a medias en la radio durante años, pero ahora escuchaba al hombre detrás de ella: personal y universal a la vez. Incluso su obstinada lucha con MCA Records, una historia que alguna vez desestimé como leyendas urbanas de la industria, ahora sonaba como parte de la misma verdad que había en sus canciones.
Escribía para sí mismo, pero también mantenía la llama para todos los demás. Todavía llevamos con nosotros Free Fallin’, Learning to Fly y I Won’t Back Down como parte de nuestro cancionero compartido.
Canción escrita por Tom Petty y Jeff Lynne, del álbum Full Moon Fever (1989), siendo el primer tema que completaron juntos para ese disco. Alcanzó el número 7 en la lista Billboard Hot 100 en enero de 1990, convirtiéndose en uno de los éxitos más duraderos de Petty. El vídeo muestra varios escenarios en Los Ángeles, como una fiesta en piscina al estilo de los años sesenta, un parque de skate de los ochenta, y una joven recorriendo diferentes ambientes urbanos.
Su lugar en los Traveling Wilburys contaba la misma historia. George Harrison, necesitando un lado B, se reunió con Jeff Lynne en el estudio de Dylan, Roy Orbison apareció por allí, y Petty se sumó porque Harrison había dejado una guitarra en su casa. La “guitarra olvidada” era en realidad una excusa amable: Harrison quería que su amigo estuviera allí.
Aunque el más joven, Petty nunca fue un aprendiz. Era el puente, el pulso moderno, la carretera estadounidense hecha carne y canción. Llevó la energía cruda de los Heartbreakers a una mesa de gigantes, pero con una integridad que todos respetaban. Era un purista que comprendía tanto el pasado del rock and roll como su futuro.
Y entre todas esas voces, era la franqueza áspera de Petty la que a menudo mantenía la música unida. Su tono daba a las canciones una columna vertebral que equilibraba el peso de las leyendas mayores. Lo que salió de allí fue algo raro y sencillo: música como amistad, de esa que ocurre una sola vez y no puede repetirse.
9. Chris Norman: La voz de Smokie
Entre los nacimientos de 1950, hay uno que, con el tiempo, terminó siendo una de las voces más reconocibles del soft rock europeo: Chris Norman. Desde muy joven se dejó llevar por la música, y junto a sus compañeros de adolescencia dio forma a lo que más tarde sería Smokie. Allí encontró su lugar natural: un estilo melódico que no era del todo pop ni del todo rock, sino una alquimia suave, casi íntima, que convertía cada estribillo en un recuerdo persistente.
Su proyección internacional creció con el éxito compartido junto a Suzi Quatro: Stumblin’ In (1978). La calidez de su voz y la frescura del dúo tuvieron algo de inesperado y, a la vez, inevitable: dos timbres que parecían destinados a mezclarse.
Si lo ves desde tu teléfono, disfrútalo mejor en formato apaisado (horizontal).
Con Smokie, Chris nos dejó piezas inolvidables: If You Think You Know How to Love Me, Living Next Door to Alice, Lay Back in the Arms of Someone. Canciones que parecían estar siempre a mitad de camino entre la ternura y la melancolía, y que se colaron en las radios de todo el mundo.
A mediados de los años ochenta, con la popularización del CD, muchos oyentes emprendieron una búsqueda paciente de los discos de Smokie: recorrer disquerías, esperar importaciones, hojear catálogos en busca de títulos esquivos. Cada hallazgo era más que un objeto: una pequeña victoria contra la distancia y el olvido.
Chris Norman sigue siendo, para mí, la encarnación de ese soft rock melódico que se vuelve refugio. Una voz que nació en 1950 y que aún hoy resuena con la misma mezcla de dulzura y fuerza con la que conquistó a tantos.
De Yorkshire a Beckenham: si Norman (1950) puso la calidez del bar en la radio, Frampton (1950) llevó el escenario al oído de cada oyente.
10. Peter Frampton: El chico prodigio con la talk box
En las calles empapadas por la lluvia de la Inglaterra de la posguerra se estaba gestando un sonido distinto. No en los grandes conservatorios, sino en las habitaciones de Beckenham, donde un joven Peter Frampton absorbía la energía cruda del rock 'n' roll estadounidense.
No solo aprendió los riffs de Buddy Holly y Gene Vincent, sino que se apropió de su espíritu y lo transformó en algo personal. A los dieciséis años ya era el chico de oro de The Herd: un prodigio con la destreza de un veterano y un rostro que hacía suspirar a la prensa. Una estrella pop, sí, pero con dedos que ansiaban más profundidad musical.
Humble Pie: aprendizaje en el fuego
Esa búsqueda encontró respuesta cuando Steve Marriott, líder volcánico de Small Faces, lo reclutó para formar Humble Pie. En 1969 Frampton dejó atrás la imagen de galán y se sumergió en el caldero del blues-rock. Fue su aprendizaje en el fuego: escenarios ardientes por todo el Reino Unido, un estilo a medio camino entre la crudeza del blues y la fluidez del jazz, y una reputación de directo explosivo.
El salto en solitario
En 1971 tomó un camino propio.
Wind of Change
, su debut, fue más que una declaración de intenciones:
fue el inicio de un legado, arropado por amigos como Ringo Starr y Billy Preston.
Un artesano decidido a escribir su propio destino.
1976: el año del acontecimiento
Luego llegó Frampton Comes Alive!
. No era un álbum más: era un fenómeno cultural.
Allí estaba, no elevado como un icono lejano, sino presente entre nosotros, hablando con el público e invitándolo a ser parte de la experiencia. Su secreto era la talk box, que transformaba la guitarra en voz y la voz en guitarra, creando un sonido futurista con tintes de alquimia.
«Show Me the Way», «Baby, I Love Your Way», «Do You Feel Like We Do»: himnos comunitarios que treparon al Top 15 y pusieron a un británico en la cima del mundo.
Un músico entre músicos
Su agenda era un quién es quién del rock: George Harrison, David Bowie, Harry Nilsson, Ringo Starr. El respeto que se ganó no vino de los titulares de prensa, sino de su talento puro
Fuerza en los últimos capítulos
Desde 2019, tras revelar su diagnóstico de una enfermedad degenerativa, Frampton muestra una fuerza diferente. Su coraje, su humor y su elegancia ante la adversidad lo han convertido en un símbolo de resistencia tan poderoso como su música.
Un legado vivo
El prodigio. El pionero. El hombre de la talk box. Desde los años 70, sus canciones siguen lanzando un hechizo capaz de conquistar nuevas generaciones. Peter Frampton es, sin duda, un auténtico ícono británico, y su lugar en esta travesía de 1950 no es casualidad, sino parte de la huella que ese año dejó en la música.
11. Jim Peterik: de «Vehicle» a «Eye of the Tiger»
Este bebé de 1950 nació en Berwyn, Illinois. Su primer gran golpe llegó con The Ides of March, la banda que puso en el aire aquel sencillo explosivo, Vehicle. Era 1970 y, con sus metales en primer plano y la insolencia juvenil que lo atravesaba, la canción trepó veloz a las listas de éxitos en Estados Unidos.
Años después, ya en los ochenta, alcanzó un lugar definitivo en la memoria colectiva como cofundador de Survivor. La historia es conocida: Sylvester Stallone necesitaba una canción para Rocky III, y junto a Frankie Sullivan escribió Eye of the Tiger. El resultado fue más que un éxito comercial. La música y la película quedaron unidas para siempre: ese riff de guitarra y ese estribillo desafiante se confunden con la imagen de Rocky entrenando. Escuchar la canción es volver a la película, y recordar la película es escucharla otra vez.
En este sentido, Peterik compuso una de las diez uniones más poderosas de canción y película de la historia moderna. Y todavía fue más lejos: su pluma moldeó el sonido de 38 Special, Sammy Hagar, Cheap Trick e incluso The Beach Boys. Artesano, mentor e intérprete, sigue siendo la prueba de que una sola canción, en el momento y la película adecuados, puede grabar a fuego el legado de un músico.
12. Carl Palmer: al arquitecto rítmico
Cuando escribí sobre
Jim Peterik,
recordé haber descubierto su banda a principios de los ochenta, casi por accidente, encontrando una voz que más tarde daría vida a
Eye of the Tiger
.
¿Pero Carl Palmer? Esa era una historia distinta. No necesitaba presentación.
Para entonces yo era un adolescente, y su música ya estaba entre mis favoritas gracias a un amigo del mundo del ajedrez que tenía un oído musical prodigioso.
Recordemos que Carl Palmer nació el 20 de marzo de 1950 en Birmingham, el ajetreado centro industrial de Inglaterra. Su casa estaba llena de música: su abuelo a la batería, su abuela al violín, su padre cantando siempre que podía.
En ese ambiente, no sorprendió que en su adolescencia Carl ya actuara con grupos de baile locales. Luego llegó la chispa decisiva: al ver a Gene Krupa y Buddy Rich comprendió que la percusión no sería un simple acompañamiento, sino la brújula de su vida.
Los finales de los sesenta se transformaron en su primer campo de pruebas, con The Crazy World of Arthur Brown y Atomic Rooster. Y después vino la llamada de Keith Emerson y Greg Lake. Lo que podría haber sido un experimento más se convirtió en Emerson, Lake & Palmer, una banda tan ambiciosa como mi propia hambre musical en aquellos años.
Palmer era el sostén. Emerson podía lanzarse con el teclado, Lake elevarlo todo con su voz, pero era Palmer quien daba equilibrio.
Basta escuchar
Tarkus
o
Karn Evil 9
para percibirlo al timón, incluso cuando la música parecía a punto de desbordarse.
No se limitó a la batería: gongs, timbales, campanas… cualquier recurso que elevara la intensidad estaba en sus manos.
Cuando llegaron los ochenta, se reinventó. Con
John Wetton,
Steve Howe
y
Geoff Downes
formó
Asia.
La propuesta era distinta: canciones más breves, listas para la radio, pero su pulso seguía allí.
Heat of the Moment
lo muestra desde el primer golpe: lo simple, tocado con convicción, puede dejar huella para siempre.
Fanfare for the Common Man. Considerado uno de los grandes bateristas de su generación, Palmer reconoce la influencia de Buddy Rich y comparte lugar con otros referentes como Neil Peart (Rush), Bill Bruford (Yes) y Alan White (Yes). Palmer alcanzó fama mundial como baterista de Emerson, Lake & Palmer y posteriormente de ASIA.
Hoy, al mirar atrás, entiendo por qué su historia me atrapó tan pronto. Peterik me enseñó que una sola voz podía transmitir esperanza y drama. Palmer me reveló que el ritmo mismo podía ser una voz: a veces complejo, a veces desnudo, pero siempre decisivo. Por eso, para mí, no es solo un baterista: es el pulso que dio vida a dos generaciones de sonido.
Fallecimientos (Músicos)
1. Eduardo Fabini (1882–1950)
En el Río de la Plata, el , fallecía en Montevideo Eduardo Fabini, el sinfonista nacional por excelencia. Con obras como
Campo
y
Mburucuyá
,
había fundido el folclore con la orquesta, regalándole al Uruguay una identidad musical propia.
Su figura trascendió tanto que hoy su retrato acompaña el billete de cien pesos uruguayos.
2. Francisco Lomuto (1893–1950)
El tango, por su parte, perdía el a Francisco Lomuto, pianista, director y compositor, autor de tangos populares como
Dímelo al oído
.
Su orquesta animó durante décadas los salones porteños, dejando una marca entrañable en la memoria del género rioplatense.
Los tangueros de ley todavía evocan ese sonido como parte inseparable de la época dorada.