1959
Un año de grandes revoluciones
Selección musical por JGC
¿Atajo musical?
Si eres de los que van al grano o temes perder tiempo, encontrarás la selección de canciones enlazadas a YouTube y un reproductor de Spotify justo al final.
Una selección basada en parámetros de calidad y relevancia, no en tendencias masivas.
1959: un mundo que aún no sabía hacia dónde corría
Hay años que no se anuncian con estruendo, pero que terminan marcando un antes y un después. 1959 fue uno de esos. Un año que avanzó con paso firme, como si arrastrara siglos de espera. Algo en el aire estaba cambiando, aunque pocos sabían hacia dónde.
En las salas de cine, Ben-Hur desbordaba pantallas y corazones. Más que una superproducción bíblica, era un espejo profundo: contaba la historia de un hombre desterrado, humillado, que encuentra fuerza en la fe y, finalmente, en el perdón. Muy lejos de Roma y Judea —y muy cerca en espíritu—, La Habana despertaba con otros tambores. El primero de enero, Fidel Castro y sus hombres entraban en la ciudad. La Revolución Cubana había triunfado.
Dos relatos distintos: uno ficticio, otro bien real. Uno situado hace dos mil años, otro naciendo entre antenas de radio y camisas arremangadas. Y sin embargo, los dos giraban en torno a lo mismo: la opresión, la traición, la resistencia. Y esa palabra difícil, que siempre llega tarde y nunca como se la espera: redención.
Correr, resistir, conquistar el cielo
Mientras Charlton Heston giraba las riendas de su cuadriga con gesto de furia y justicia, el mundo vivía otra carrera, más fría, más silenciosa. La URSS había lanzado al espacio a la perra Laika en 1957. En 1959, la NASA presentaba a sus primeros astronautas. La ciencia ya no se conformaba con mirar el cielo: quería habitarlo.
Y así, sin proponérselo, la carrera de cuadrigas en Ben-Hur se convertía en símbolo de otro duelo, más moderno pero igual de cargado: Oriente contra Occidente, músculo contra músculo, tecnología contra tecnología. En ambos casos, no se trataba solo de vencer. Se trataba de demostrar quién merecía guiar al mundo.
En ese polvo que levantaban los caballos, o en el silencio del espacio exterior, la humanidad parecía lanzada hacia lo desconocido. Y nadie —nadie— tenía claro qué había más allá de la próxima curva.
1959 suena a ruptura
La música también sentía ese temblor. Ya no bastaban las estructuras de siempre. El jazz, sobre todo, decidió no obedecer más.
Charles Mingus, con su feroz Fables of Faubus, atacaba al gobernador racista de Arkansas con notas afiladas. No era solo una pieza musical: era una bofetada, una marcha sin tambores. Como Judá Ben-Hur, Mingus enfrentaba al poder corrupto desde su propia trinchera. Y lo hacía con rabia, sí, pero también con dignidad.
Unos meses antes, Miles Davis había grabado Kind of Blue, y con él, So What. En lugar de gritar, susurraba. Su jazz no respondía a normas: flotaba. Como si cada nota eligiera su rumbo en el acto. Esa libertad absoluta tenía algo profundamente espiritual. Como el camino que recorre Judá: de la cárcel al desierto, del odio al perdón.
Mientras tanto, Bobby Darin le ponía voz a Mack the Knife, ese asesino encantador salido de Brecht. Su canción hablaba de sangre con sonrisa en la boca. ¿Cuánto se parece eso a Mesala, el viejo amigo que traiciona a Judá? En Ben-Hur, como en la canción, el mal no siempre se muestra con máscara grotesca. A veces lleva uniforme y una copa de vino.
Y después, la herida. Buddy Holly canta It Doesn’t Matter Anymore con una alegría que duele. Unos días después, muere en un accidente aéreo. Su voz, como la de tantos otros, se apaga antes de tiempo. Algo parecido le ocurre a la familia de Judá en la película. Perdidas, enterradas en la lepra y el silencio, hasta que una redención improbable las devuelve al mundo. No siempre se necesita una cruz para hablar del dolor.
Casi al final del año, llega Take Five de Dave Brubeck. Ese compás irregular, ese 5/4 que parece tropezar y bailar a la vez, fue una bofetada a la rutina. En el corazón del orden occidental, alguien se atrevía a romper el ritmo. Como Judá rompiendo las cadenas en la galera, o como Cuba rompiendo el orden de los hemisferios.
La pregunta que nadie quiere contestar
En 1959, el mundo volvía una y otra vez al mismo dilema: ¿cómo se enfrenta la injusticia? ¿Con armas? ¿Con fe? ¿Con música?
Ben-Hur sugiere que la venganza no basta. Que hay algo más difícil, más lento, pero también más transformador: perdonar. En cambio, la Revolución Cubana eligió el camino de las armas, y la historia aún debate si la justicia alcanzó a justificarlas.
Lo mismo podría decirse de Mingus: ¿cuánto dolor puede caber en una trompeta antes de volverse furia? ¿Y Davis? ¿Puede la libertad individual, el gesto sin discurso, ser también una forma de resistencia?
Mientras tanto, la Guerra Fría subía el volumen. El mundo entero parecía vivir en suspenso. El perdón de Judá a Mesala —tan íntimo, tan difícil— era una rareza en un planeta donde todo se dividía en bandos, y todo se resolvía con amenazas.
Entre la cruz y la cuadriga
En ese 1959 lleno de señales, Charlton Heston cabalgaba hacia la redención en una Roma de cartón piedra; Miles Davis improvisaba libertad en un estudio de Nueva York; Fidel Castro entraba en La Habana sin saber aún qué dios lo guiaba; y Buddy Holly susurraba que "ya nada importaba"… justo antes de morir.
La humanidad —entre la cruz y la cuadriga, entre el jazz modal y el misil balístico— seguía buscando su lugar. Y aunque ni el cine, ni la música, ni las revoluciones daban respuestas claras, todas dejaban una pista: el corazón humano, aun entre ruinas, seguía latiendo.
Aún no hemos completado la introducción detallada para este año, pero algunas canciones ya comienzan a perfilarse como parte de la selección definitiva.
Lo que escucharás a continuación forma parte de un proceso de preselección cuidadosamente curado: piezas con valor histórico, belleza artística o resonancia cultural, que con alta probabilidad integrarán la lista final.
La introducción llegará pronto, pero mientras tanto, la música ya ofrece una puerta entreabierta a aquel año. Si deseas proponer alguna canción relevante que creas que falta, puedes hacerlo mediante el botón de contacto ubicado en la esquina superior de esta página. Toda sugerencia documentada será bienvenida y agradecida.
El niño que corrió hacia la Nouvelle Vague
Mayo de 1959. *Los cuatrocientos golpes* (*Les Quatre Cents Coups*), la ópera prima de François Truffaut, no entra a Cannes como un estreno, sino como un chico que huye del reformatorio: sin permiso, con la respiración entrecortada y la cámara siguiéndolo a lo lejos, sin interrumpir el paso. No hay cortes abruptos ni música que consuele: solo una fuga que atraviesa caminos vacíos hasta alcanzar el mar. Y cuando por fin se detiene, cuando gira la cabeza y nos mira, el tiempo se quiebra: el último fotograma se congela, y con él, una pregunta sin respuesta.
Jean-Pierre Léaud, de catorce años, no audicionó para ser perfecto. Lo eligieron porque en sus ojos había algo que no se podía fingir: rabia, sí, pero también esa extraña luz de quien descubre que el mundo es más pequeño de lo que le prometieron. Antoine Doinel —su personaje— no llora ni hace discursos. Huye. De la escuela que lo ahoga, de la casa que lo asfixia, de una Francia que sigue midiendo a los hijos con la misma cinta con la que corta el pan.
Europa, en 1959, aún cargaba con las ruinas invisibles de la posguerra. Las casas estaban de pie, pero las familias tambaleaban. Se hablaba de reconstrucción, pero se educaba con miedo. La autoridad no se cuestionaba: se obedecía, o se caía en desgracia. En ese paisaje de adultos exhaustos y normas heredadas, el cine de Truffaut —y especialmente Les Quatre Cents Coups— no fue solo una revolución estética. Fue un grito existencial. El drama de Antoine no era solo suyo: era el de miles de hijos que crecían entre padres ausentes, escuelas punitivas y un silencio que venía de antes. De mucho antes.
Truffaut filma como si robara instantes: el frío de un internado, el humo de un cigarrillo robado, la carrera final hacia un mar que no perdona. No hay música que edulcore la escena, sólo el jadeo de un chico que corre sin saber adónde. La cámara tiembla, pero no por torpeza: porque el cine, por primera vez en años, está vivo.
Cuando gana el premio a Mejor Dirección, nadie lo celebra como un triunfo. Es un desafío. Los estudios fruncen el ceño; los críticos, acostumbrados a dramas pulidos, se ajustan las gafas. Pero en las salas oscuras, los jóvenes aprietan los puños. Alguien, al fin, ha filmado la verdad sin disfrazarla de arte.
La Nouvelle Vague (la Nueva Ola) no nació en un manifiesto. Nació en esa última toma: un niño que mira a cámara, helado y libre, mientras el blanco y negro lo borra lentamente. No es un final. Es el primer fotograma de todo lo que vendrá.
COBOL: El lenguaje que hablaba el idioma de las oficinas
Corre el año 1959. Las computadoras son gigantes que ocupan salones enteros, máquinas caprichosas donde cada una habla su propio dialecto incomprensible. En este panorama, un grupo de visionarios, entre ellos la legendaria Grace Hopper, tuvo una idea radical: ¿Y si creamos un lenguaje que cualquier computadora entienda... y que hasta un contador pueda leer?
Así nació COBOL (Lenguaje Común Orientado a Negocios), el primer intento exitoso de hacer que las máquinas hablaran como oficinas. Hopper contribuyó a diseñar un lenguaje donde las instrucciones no se disfrazaban de fórmulas: se escribían con palabras claras, comprensibles, casi como si fueran frases de un memorando.
No era elegante. No era para genios. Pero funcionó. Tanto que, seis décadas después, aunque nadie lo mencione en las conferencias de tecnología, sigue siendo el cimiento oculto de bancos, gobiernos y sistemas que mueven el dinero del mundo. La paradoja perfecta: el lenguaje creado para ser accesible ahora depende de los últimos “traductores” que aún lo entienden.
Fue como enseñarle a una máquina a llevar la contabilidad con palabras claras. Y funcionó. Gobiernos, bancos y grandes compañías lo adoptaron para manejar nóminas, inventarios, transacciones. No era elegante, pero era sólido.
Lo curioso es que, aunque parezca un fósil digital, COBOL sigue vivo. Muchos sistemas actuales —especialmente en el mundo financiero— todavía dependen de él. ¿Por qué? Porque cambiarlo cuesta tiempo, dinero y un margen de error que pocos se atreven a correr.
Eso sí: ya casi no se crean programas nuevos en COBOL. Los que lo mantienen son como mecánicos de autos clásicos, expertos en conservar lo que ya existe. El verdadero problema es que cada vez quedan menos. Y, mientras tanto, en la trastienda de tu banco, COBOL sigue haciendo su trabajo silencioso... como ese contable veterano que nunca pidió jubilarse.
Cuando la técnica empezó a pensar por sí sola
En 1959, la tecnología empezó a soltarse del manual de instrucciones. La Agfa Optima, primera cámara de 35 mm con exposición totalmente automática, ajustaba por sí misma apertura y velocidad: bastaba con encuadrar y disparar. Nada de fotómetros, nada de reglas. La imagen —esa memoria química del mundo— ya no dependía del pulso ni del saber técnico.
Ese mismo año, durante una conferencia sobre bombeo óptico, un joven físico llamado Gordon Gould presentó un concepto con nombre de rayo: LASER, acrónimo de Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation (amplificación de luz por emisión estimulada de radiación). Aún no existía el dispositivo (eso vendría con Maiman en 1960), pero la palabra ya había sido lanzada al mundo como una promesa de luz domada por la física. Más que un acrónimo, era un presagio.
Y desde aún más lejos, desde Kazajistán, la Unión Soviética apuntaba a la Luna. El Luna 2 se convirtió en el primer objeto humano en impactar la superficie lunar. Fue el 14 de septiembre de 1959. Su predecesor, el Luna 1, había pasado de largo unos meses antes, fallando su objetivo pero logrando algo inesperado: convertirse en el primer artefacto humano en entrar en órbita heliocéntrica. A veces, incluso los errores abren caminos.
Una despedida que resonaría décadas
El 8 de abril de 1959, Montevideo despidió a Luis Alberto de Herrera. A los 85 años, el líder histórico del nacionalismo uruguayo dejaba tras de sí una larga vida política y un apellido que no quedaría en silencio. Tres décadas después, su nieto Luis Alberto Lacalle llegaría a la presidencia. Y en 2020, su bisnieto Luis Lacalle Pou asumiría ese mismo cargo. No muchos apellidos cruzan generaciones y siglos: el suyo, sí.
Nota: Todos los títulos que aparecen a continuación están enlazados a YouTube, una plataforma que valoramos mucho. Te permite escuchar cada canción a tu ritmo, una por una. Puede llevar tiempo, sí, pero tiene su encanto, como revolver una vieja colección de vinilos. Y si prefieres simplemente dar play y disfrutar toda la selección sin pausas, al final de esta página encontrarás una lista en Spotify con todos los temas reunidos.
Sello sonoro de JGC
John Coltrane (compuesta en 1959)
Luiz Bonfá (banda sonora de Orfeu Negro)
Georges Auric / Luiz Bonfá (versión francesa)